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El viaje (cuento)

Terminado el congreso de escritores de izquierda, Efraín se tomó el último mate amargo en el hotel y llamó un taxi. Grandes despedidas y abrazos de camaradería, palmaditas en la espalda los menos íntimos y los
organizadores con suspiros de alivio a medida que todos se iban yendo y
qué bien salió todo carajo, verdaderamente inmejorable y les felicito.
El congreso había cumplido su objetivo, ya estaban todos conscientes de
la importancia de fortalecer vìnculos entre intelectuales latinoamericanos
porque la unión hace la fuerza y de aquí en adelante las palabras las
usaremos como misiles, y qué notable tanta coincidencia de ideas. Placer
inmenso de haberlos conocido, intercambios de e-mail y la maleta llena de
libros con dedicatorias como “hasta la victoria, compañero” intercalados
con bolas de medias, una camisa blanca y otra gris, anatómicos y dos
tricotas con el frío que hacía y hombre prevenido vale por dos.
Todavía faltaba ubicar la maleta en el portabultos, esperar que le pegaran el ticket al boleto (ASIENTO 28, VENTANILLA) y después de eso, al fin ese espacio tranquilo del viaje (ahora, de vuelta) que le resultaba siempre relajante. Efraín caminó despacio, entornando un poco los ojos para ver bien y sintió ganas de tirar cohetes al ver arriba, al fin y bajo las maletas, el rectangulito luminoso y verde flúo con el número 28. El caramelo de eucalipto y limón le abría las fosas nasales y la garganta, eso era una garantía de que dormiría bien y no roncaría mucho, no le gustaba molestar a quien viajase al lado. –La consideración no es amabilidad sino coherencia política –solía decir.

Asiento 28, ventanilla. Casi saboreó el número, solía disfrutar por
anticipado de la tranquilidad del viaje y así también fue esta vez hasta que sintió que algo no encajaba. Más bien, un trasero ajeno había encajado en el asiento número 28, SU asiento. La señora de cierta edad -sus
convicciones de izquierda no le permitían catalogarla directamente de
vieja, él sabía que el deterioro físico usual en las clases sociales más
desprotegidas acelera la vejez sobre todo en las mujeres- estaba casi
hundida en la cubierta gamuzada del asiento, todavía no reclinado. Sin
duda, la doña se había equivocado. Pero entonces ella le miró y se dio
cuenta -estaba seguro- de que había llegado el dueño del asiento que
ocupaba SABIENDO que no era suyo. Enseguida se hizo la desentendida y
miró hacia la ventanilla, estiró el bolsón de ropas y pomelos que había
colocado a su lado, en el asiento del pasillo. Lo puso bajo sus pies y se
dispuso, sin duda, a no volver a mirarle hasta que se decidiera a sentarse sin protestar. Son 20 horas de viaje, consideró rápidamente Efraín, y
justamente por eso había elegido cuidadosamente un asiento que estuviera
hacia la mitad del ómnibus, ni muy adelante ni muy atrás, arriba para no
estar cerca del baño y recibir efluvios indeseables, y claro, del lado de la ventanilla porque sufría de arritmia y sofoco cuando se prendía la
calefacción. 20 horas de viaje, pensó de nuevo y entonces dijo: -Señora,
señora, disculpe, ése es el asiento número 28, es mi asiento...
-No, es MI asiento –dijo ella, con una voz que a él le sonó maligna.
-No, el de la ventanilla es mío, mire, aquí dice… ¿o a usted le vendieron también el mismo número?
-No, mi asiento es éste, el 29 –dijo ella.
-Guarda –sí, llegó a estironear de la manga al hombre que justo iba
pasando, verificando los boletos –dígame, el asiento 28 es el de la
ventanilla, y la señora tiene el 29, ¿usted le puede decir...
-El 28 es ventanilla, pero si quieren pueden cambiar y ya está, no veo
problema –contestó al pasar el guarda (estoy seguro, se puso del lado de
ella aunque sabía que yo tenía razón, pensó que la mujer de cierta edad es
humilde y yo un hijo de puta que desprecia al proletariado).
-No quiero cambiar mi asiento, yo pedí ventanilla.
La señora de cierta edad suspiró (sí, la clase de suspiros con resignación, como la que arrancan de uno los niños malcriados), se movió y sin salir al pasillo para dejar pasar a Efraín, estiró de nuevo el bolsón de ropas y pomelos, arrastró por el suelo el otro que tenía sobre su falda y se mudó al asiento del pasillo. Los dos hombres del costado –números 30 y 31- le miraron con resentimiento. Estaba seguro, ésos eran iguales a la del 29, lado pasillo, pobres pero sin conciencia de clase. No como él. Pasó como pudo sobre y entre las piernas de la mujer de cierta edad, movió un poco el bolsón para poder colocar los pies y decidió olvidarse de todo eso. Tocó con fuerza el cuadradito de goma azul, colocado en el extremo del asiento y sintió el movimiento hacia atrás, el estirón y la semi-cama estaba lista para las 20 horas de viaje.
-¿Cómo se estira esto? ¿Dónde pio está el botón para recostarse, che karai? –le preguntó de repente ella.
Les juro que tuve la buena intención de mostrarle el cuadradito que debía apretar. Es más, pensé: pobre mujer, no va a tener fuerza para impulsar el asiento, qué me cuesta hacerle el favor. Me puse de costado, me agaché un poco y de repente la señora de cierta edad abrió las piernas. Me sentí morir. De un salto retorné a mi posición anterior, me recosté boqueando para sobrevivir con el escaso aire que me permití aspirar desde ese momento con tal de no volver a sentir ese desgraciado olor a culo.
–No puedo apretar eso desde acá, disculpe, pero toque esta parte, mire -le dije apenas, mostrándole el artefacto de mi lado. Casi sale disparada hasta el techo gamuzado del ómnibus, pero yo tenía buena intención, les juro. Le dio un golpecito nervioso al cuadradito rechinando los dientes pero no dio resultado, a la segunda vez, un puñetazo y al instante se catapultó, trac-tras hizo el asiento y a tiempo se detuvo. Esto la va a dejar muda y quieta aunque sea por un rato, pensé. Por un segundo puso esa cara de sorpresa vacuna de los desnucados y, confieso, disfruté plenamente aunque eso sí, tenía la sensación de que algo como una pequeña rajadura se abría paso en mi cerebro. Igual, por una vez en la vida entendí la alegría demente que solía ver en los ojos de la gente cuando alguien se caía pataplúm al suelo.

Pero eso sí, me ordené a mí mismo frenar en ese punto, porque un líder
izquierdista como yo, un escritor que acababa de poner su granito de arena
para la concienciación de las clases oprimidas, no iba a dejarse llevar por primitivos instintos y mucho menos, discriminar a una pobre mujer, no
importa si en ese mismo momento se movía desconsideradamente y me
daba un golpazo en la nariz con el tufo que le salía de abajo.
Pero yo había recuperado absolutamente el control, esta es la gente por la que luchamos, me dije, dedicándole una sonrisa de costado que, supuse, me había salido como mìnimo, cortés. Y me recosté decidido a despertarme al día siguiente, al llegar a la terminal. Me tapé con el capote, me hundí las orejas en la boina y delicadamente me saqué los zapatos, aspirando con
gusto el aroma a pies limpios humectados con crema de aloé y
desodorizados. Até mis zapatos uno con otro, uniendo los cordones y los
apreté con el sostén de pies, no sea que se deslizaran durante el viaje (o me los robaran, no es por nada, pero los pasajeros de los asientos 30 y 31
parecían ex presidiarios y además me odiaban , no es que esté imaginando
cosas pero ella, la del 29, tenía la culpa de eso).
Seguidamente, el sopor y el sueño, la velocidad en ruta igual que el
movimiento de las aguas cuando uno nada o hace el amor en el jacuzzi de
un motel, papá Marx me perdone pero el capitalismo tiene sus encantos y
además siempre dije que hay que socializar los bienes y los lujos, no la
pobreza (verdad, camarada, me decía al oído la profesora Deidamia, líder
campesina que se sentó a mi lado durante el congreso, y que aparte de ser
una de las organizadoras más activas, era tetona. Ay, que no me despierte
ahora, no ahora por favor, justo cuando la camarada se saca el corpiño
XXGG de un tirón y me pone los pezones a la altura de la boca, dije bien
conciente de que dormir era en ese momento un verbo de fragilidad
alarmante).

Hasta que un codazo en las costillas me despierta a la realidad de la señora de cierta edad a mi lado durmiendo con dificultad respiratoria, acatarrada hasta más no poder, exhalando el aire como un hipopótamo, con la saliva colgándole, el moco cayendo bien crudito y vuelta a sorberlo, una especie de ronquido que era como un silbido trancado. La rajadura en mi mente dejaba pasar la claridad y ya no podía negar el sentimiento increíblemente clasista y reaccionario que se adueñaba de mí. Odio a esta mujer, admití por fin, cómo la odio.
Efraín intentó dormir de nuevo. Un repentino culazo de la mujer le
interrumpió justo cuando retomaba el sueño. Quedó helado. La señora de
cierta edad tenía los huesos cansados y cargó todo el peso hacia su lado. La parte alta de su trasero había quedado al descubierto porque el rebozo en ese momento le servía de almohada y la tricota se le había subido
demasiado, esas cosas que pasan mientras uno duerme. Efraín pensó que
definitivamente no podría dormir, sabiendo que tenía ese trasero de elefante con la pretina sucia de la bombacha a la vista –aún en medio de la penumbra con la única luz del rectangulito verde flúo que parecía
luciérnaga, él podía distinguir que era blanca con florecitas rojas- y
decidió entonces pensar en su próximo discurso, el que daría la noche siguiente a su llegada. Pensó que podría simular que improvisaba, no estaría mal.
Pero sería mejor escribir todo y leerlo. En ese momento justo, la mujer se removió hacia su lado y lanzó un soberano pedo. Aflautado, le salió, y la hizo removerse en el asiento, como si se le hubiera roto algo en el espìritu, pero siguió roncando. Efraín se sintió coagulado, ultrajado, violado, dobló la cara como si se tratase de un pañuelo y volteó. -Por suerte estoy hacia la ventanilla –pensó casi consolado. Y completó, con ese resto de sentido de humor que solía salvarle en las peores circunstancias: y por suerte, ruidoso pero sin olor. Momento exacto en que sintió que el mundo era injusto, que la teoría revolucionaria era una cosa pero que los pedos pedos son y sintió ganas de salir gritando con los brazos abiertos por la ventanilla o de vomitar a voces para echar el suspiro infernal que se había tragado tan desprevenida cuan inmerecidamente.
Sentí de nuevo ese odio absoluto que me proporciona mi sentido del olfato cuando es agredido. Ciertamente, pensé para entretenerme un poco, la nariz es mi órgano más desarrollado, una camarada con quien me acosté una vez intrascendentemente -después de una reunión de sindicato- me dijo
riéndose: tu nariz debería ser tu pene y al revés.
Momento en que la doña manoteó en sueños y me enchufò un codazo en el
brazo. Ay carajo, pensé, calibrando seriamente la posibilidad de hacerme el
dormido y reventarle la pierna de una patada. Pero no, mis convicciones no
me permiten. Este tipo de situaciones requiere de medidas de emergencia,
calibré segundos antes de colocar el posabrazos en el medio, en ese
momento me pareció una salvación, al menos permitia un límite entre mi
cuerpo y la pasajera del 29. Estaba casi contento ya. Tonto, me dije, por no haber hecho eso desde el principio. Sólo que apenas sintió ella el
posabrazos, se inclinó totalmente hacia mi lado y extendió el brazo
izquierdo encima. Me quedé más apretado que antes, sin ninguna libertad
de movimiento, con la señora de cierta edad más cerca que nunca de mí.
Sentía su cuerpo tumbado de mi lado, el capote se me caía de un lado y del otro me estironeaba, no podía ser peor mi situación. La rajadura en mi
mente que había dejado pasar la luz de la verdad (la odio) ahora se
comprimía peligrosamente, me lanzó un nuevo mensaje clarísimo: que se
muera, que choquemos ahora mismo, que me salve yo y se muera esta, si
de paso pueden morirse los del 30 y 31, mejor. Pero no, no camarada, eso
ni se piensa. Para mi consuelo, como dije, mi situación había llegado al
límite y era cuestión de aguantar la otra mitad del viaje.
Efraían se durmió al fin, la penumbra del ómnibus o algo que se movía
muellemente a su lado le hizo soñar el corpiño XXGG de la tetona del
congreso cayendo al suelo (con asco se dio cuenta al despertar de que
estaba cómodamente reclinado sobre la mujer de al lado, ella había
levantado el posabrazos). La tetona… única parte de todo el viaje que no le contó a su esposa, cuando se puso a explicarle porqué le había dicho tan sin querer lo que le dijo, pero era inútil, Hermelinda no iba a perdonarle nunca y a medida que hablaba sentía que no podía convencerla a ella ni a nadie porque le crecía en el alma ese gran cansancio que sintió desde que subió al ómnibus y vio su asiento, número 28, ocupado por la mujer de cierta edad.


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Llegó muerto de cansancio pero con enormes ganas de acostarse al lado de
Hermelinda y dormirse apretado a su cuerpo duro, como dos cucharitas en
la caja de cubiertos de la cocina, así como le gustaba y aunque no tuvieran que hacer el amor y fue entonces que, al levantarle como siempre el camisón para entrar en contacto con sus nalgas lechosas, vio las florecitas rojas con el fondo blanco y la pretina… la rajadura en su cerebro dejó pasar por fin gloriosamente la frase que había estado queriendo decir durante todo el viaje:
-Vieja de mierda.
(Amanda Pedrozo)