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Karai Simó (cuento)



Karai Simó
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Por vigésima vez iba a pasar solo el Año Nuevo desde que su
mujer lo dejó y para animarse a dejarlo tuvo que bajar
corriendo el tape po'i que lleva al arroyo de las ánimas
antes de que el amor la hiciera volver a los brazos
atormentados de su hombre. Karai Simó se quedó mirando las
piernas nerviosas de la ingrata y caprichosa Vicenta
Encarnación y la cabecita negra de su hijo Juan que se iban
de su vida hacia el rancho de la abuela. Para aguantar el
golpe y aguantar la vida tuvo que pasar meses y después años mirando el
florecer colorado de las batatas y desde allí se pasaba espiando el viejo
camino de las carretas por donde podía haber venido Vicenta Encarnación
de nuevo a su vida, si no hubiera sido tan caprichosa.

Karai Simó remediaba su desgracia haciendo todas las cosas
como en el tiempo de bonanza en que su mujer todavía estaba
en la casa y Juancito era un gozo moreno lleno de hoyuelos
que no lo dejaba dormir ni estar despierto. Juntó sobre la
mesa en el patio todas las frutas que precisaba, aspiró el
olor de tierra nueva del cántaro y un rato después llenó el
jarro con el clericó fresquísimo que sabía a Vicenta, casi
a la piel quemada y generosa de Vicenta, a sus senos
resbalosos.

Por vigésima vez Simó se puso su camisa almidonada después
de bañarse en el agua del pozo bajo la parralera doblada de
racimos jugosos. Extendió sobre el catre una sábana blanca
que olía a pacholí, se sentó a esperar como todos los años
lo que no habría de llegar nunca, llenándose la boca y el
alma del clericó que iba sorbiendo del jarro y cuando llegó
las doce de la noche estaba definitivamente llorando, él
solo en la casa, en medio de las bombitas que sonaban
lejos.

Cuando comenzó a divisar el bulto que venía llegando por el
tape po'i desde el arroyo de las ánimas, apartó apurado el
llanto y la resignación y por un momento creyó que era
Vicenta Encarnación que venía a pasar con él el Año Nuevo.
Era para ese momento que había estado mirando fijamente el
florecer colorado de las batatas por tantos años. Era para
trenzar con adoración sus cabellos oscuros, para apretar
sus senos resbalosos, para aspirar su olor a madreselvas y
naranjas maduras, para tumbarla en el catre y quererla como
antes, morderla despacito en la mejilla derecha hasta
llevarla a la orilla del dolor, para ponerle finalmente con
la boca una dalia morada entre los dedos.

Después se durmió con el cuerpo apaciguado de su amada y
caprichosa Vicenta entre los brazos. Despertó estironeado
por Juan que le decía lo imposible, que su madre había
muerto de repente esa medianoche, que yo sé papá que ella
te dejó pero igual está muerta y fuiste su único hombre
después de todo.

Karai Simó cruzó corriendo el arroyo de las ánimas, hasta
ver cómo su amada Vicenta reposaba quieta y sorda y muda
para siempre, con una dalia morada entre los dedos y una
huella de mordizco en la mejilla derecha.
(Amanda Pedrozo)