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sábado, 3 de noviembre de 2012

A Eugenio le aumentaron el sueldo

Un relato, a propósito del Día de los Muertos, escrito para la velada de Escritor Róga "Lasánima Ára") -------- Llamémosle Eugenio nomás, cháke hetaiterei gueteri oï che valle pe oikuaáva lo que le pasó a este karai, quien dicho sea de paso, che pariente lento ko ha'e. Todo comenzó en el altar, es decir, Eugenio se casó demasiado joven, a esa edad en que los hombres iñakähatä mante'arä, porque si no lo hacen, upéi oikóta iñakäre una vez casados y pasado el entusiasmo de la luna de miel, así que si no se buscan una amante, rumbearán de vez en cuando a algún prostíbulo, y en eso la única diferencia entre unos y otros es que aunque la mercadería está a la vista, cada cual elige según su propio bolsillo. En esos malísimos pasos andaba Eugenio. Una noche, se animó a cambiar de burdel porque le habían aumentado el sueldo y correspondía tanto un cambio de cochecito como un prostíbulo en que las kuña vai fuesen kuña porä, así que entró al de ña Mami, quien aunque se pintaba de rojo furioso los labios, siempre andaba de luto si bien el tajo del vestido le llegaba a los pensamientos. Decían que a ña Mami se le había muerto su única hija hacía un año, de ésta nadie supo nunca ni el nombre, porque la madre la mantenía encerrada en una habitación del burdel. Y así se murió la misteriosa hija, según oje'e, sin haber conocido bíblicamente a hombre alguno. Ndajeko omano de un extraño ataque de risa que no pudo parar más y que la atoró de repente, hasta quitarle la vida. Pero todo eso debía ser mentira. Como aquello de que había dicho ña Mami que la había llevado a enterrar en un cementerio lejano, en Santa Rosa Misiones, y que lo que más sentía era que nadie sabía de qué se había reído su hija al punto de morir. -Es importante, no sea le pase lo mismo a alguien algún día- he'i ndaje. Y nadie podía sacarle una sola palabra más. En fin, ocurrió que Eugenio'i -a esta altura podemos llamarle con diminutivo y todo, me parece, dado que conocemos su intimidad- entró justo a esa hora en que se prenden los focos rojos en los burdeles, como para darles a los hombres la ilusión de que nadie les reconocería si entraban. Fue entonces que miró una a una a las pupilas de ña Mami, esas chicas como muñecas cuyo amor fugacísimo quiso tener desde antes, pero que no podía pagar, hasta que ahora sí, por fin sí podía, por eso estaba como un niño ante su primer pesebre navideño. Iba a ser su noche especial, de mujeres fáciles pero hermosas y de buen hablar, con todos los dientes en su lugar y con pechos como piedras. Alguna morochita fina primero atrajo su mirada, pero la descartó enseguida: ¿otra morena? Por más linda que fuera, para estrenarse como cliente platudo por el que todas suspirarían, no. De morochas ya tuvo bastante en la casa de ña Agapita. No y no. Empezó a evaluar a tres rubiecitas (teñidas o no, a él le daba igual) y deseó que se levantaran para verlas caminar y considerar cuál de ellas estaba mejor de trasero. Como si lo hubiera pedido en voz alta: se levantaron y empezaron a bailar débilmente entre ellas, era más un vaivén caderoso y seguro que la idea era incentivar a los clientes que en su mayoría, sólo estaban tomando en la barra. Lo que se dice, mucha calentura pero poco gasto. Le pareció que una de ellas era toda una promesa de experiencias nunca sospechadas siquiera. Iba a hacerle una seña, cuando vio a la pelirroja. Mejor de popa que de proa, pero qué cuerpo, pensó. Se decidió de nuevo, iba a ser la pecosita. Nunca había estado con una así. Inclinó la cabeza y chasqueó dos dedos (no sabía si así se las llamaba, pero pensó que resultaría). Y en efecto, la pelirroja empezó a avanzar hacia él, sonriéndole. Qué sonrisa estúpida, pensó, pero qué culo, señor, qué culo. Ya ella le había preguntado qué servicio necesitaba, a cuánto cada uno, y le decía en el oído que le cumpliría todas sus fantasías, lo que él entendió como una insinuación a la que siempre le tuvo miedo por su dignidad de hombre. Eugenio'i a esa altura estaba inspirado, pero como siempre le pasaba cuando iba a consolarse de su matrimonio precoz con una mujer que se volvió histérica y amarga, se le ocurrió hacerle el verso a la pecosa. -Sabés lo linda que sos, pelirroja, sabés cómo se te nota que podés ser muy tierna, si se te quiere bien -le dijo. -Ya, bueno, gracias papito -le respondió la chica. Y después: -nos vamos o no, que hay otros clientes, no sos el único -dijo, y para ese momento ya ña Mami le había pasado la llave de uno de los cuartos del burdel. Se sintió pisoteado, despreciado, y sobre todo, con el ánimo decaído de repente. Ya pensaba seriamente en mandarse mudar, rumbo a la casa de ña Agapita, ese burdel donde las chicas no eran tan lindas pero sí vistosas y sabedoras de su oficio, que sabían escuchar y le contestaban "pero qué inteligente que sos", "decime más mi rey", y que le repetían que le amaban y le besaban en los ojos porque él así les pedía. Justo en ese momento vio, sentaba en un rincón, a la blanquita de ojos y pelos castaños sostenidos por una peineta de plata. Solita. Qué linda, pero qué linda carita -dijo, y fue directo hacia ella, sin considerar que ni siquiera la había visto parada y que la chica, por ejemplo, podía tener un trasero plano o pechitos caídos. -¿Sabés que me hechizás y que te bajaría el cielo? -le dijo él. -Bueno, quiero que me bajes el cielo entonces, porque estoy en un infierno -le dijo ella y para él fue como si le hubiera tocado el corazón. -¿Esto? Che reina, esta casa para mí es un paraíso, y más ahora que te vi... te juro que me puedo enamorar sólo con un beso tuyo -dijo casi sin darse cuenta Eugenio'i, porque así era él y necesitaba hacerle el verso, a esta más que a ninguna. El trato fue fácil, ella sólo le tomó de la mano y él sólo la siguió. Entraron -por lo visto, la puerta estaba abierta ya- a una piecita donde -se fijó rápidamente- había una cómoda blanca, una cama con sábanas blancas que llegaban hasta el piso y cortinas blancas. Tendida sobre la cama, blanca ella, blancas las sábanas y desnuda de todo lo que cubría su blancura, a él le acometió la peor de las locuras: el amor repentino e irremediable. Temió manchar tanta blancura con su pasión desmedida. Y así fue: una huella de sangre en la sábana le cortó el aliento. De más está decir cómo Eugenio'i describió -cuando pudo- esa noche de amor y romance con una luna que se metía a raudales por la ventana. Básteles saber que en su corazón ya había decidido cumplirle a la blanquísima mujer todas las promesas de amor que le había hecho en medio de esa pasión que jamás antes había conocido. Cuando despertó, abrazó la almohada que aún tenía el hueco de la cabeza de ella. -Estará en el baño -pensó, pero el frío de la cama le hizo saber que se había ido, dejándole que duerma a su gusto. ¿A los brazos de otro cliente? -No, no puede ser -, dijo, recordando todo, todo. Iba a buscarla por cuanta habitación tenía el burdel, y si la veía durmiendo con otro, la arrastraría a besos, la llevaría a la casa de su madre, abandonaría a su esposa enseguida y viviría para siempre con... como se llame, con esa blanquísima mujer que ya amaba como loco. Se levantó apuradamente, se puso la camisa pero no encontró uno de sus zapatos. -Ah, el amor -pensó -habremos tirado todo anoche cuando nos desnudamos. Tuvo que agacharse, agacharse más aún. Por ahí debía estar el zapato, tocó algo. Duro, ¿sería una maleta? ¿Alguna caja? Estironeó, hasta que tuvo ante sí el ataúd (sólo pudo distinguir la peinetita de plata y los cabellos castaños, bajo la sábana blanca con una mancha fresca de sangre, antes de desmayarse).

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